¿Recordáis couch-surfing? Una red social en la que permitías que durmieran en tu sofá a cambio de poder dormir en cualquier sofá del mundo. Yo la última vez que escuché hablar de esta comunidad fue en 2019 a una chica en Italia. Couch-surfing nunca fue tan mainstream como Airbnb (al menos aquí), igualmente parece que se mantiene a flote (supongo que no tuvieron tanta visión de negocio como los segundos).
Siempre he estado atenta a este tipo de comunidades, creo que el mundo sigue girando gracias a ellas. Normalmente son redes que arrancan con la mejor de las intenciones, con valores genuinos que implican una colaboración de todos los integrantes, satisfechos por pertenecer a un grupo al que están ayudando a crecer. Les suele ir bien a aquellas que mantienen su atractivo sin llegar a corromperse.
Lo genial de este tipo de proyectos es que cuando son buenos la noticia vuela. Aunque a veces no es necesario que se propaguen y hagan grandes para que funcionen ¿verdad? De vez en cuando está bien volver a las raíces y ver cómo ha evolucionado todo. Antes de internet ( Dios lo bendiga), se llevaba más llamar al amigo emigrante, al detractor cuya larga estancia en el extranjero le permitía ser el mejor de los guías turísticos. Una de las mejores experiencias de mi vida fue compartir Erasmus: decidirme por un país y visitar los que les habían tocado a mis amigos. Después pasan los años y quizá al acabar la uni vuelves al lugar donde te sentiste acogido, te quedas donde encontraste tu hueco, o simplemente encuentras una buena oportunidad laboral (dejando a un lado el romanticismo). Y así es como, con un poco de suerte, tus amigos seguirán teniendo una ciudad a la que viajar y viceversa. Yo sigo frecuentando este género de viaje, ese en el que mi próximo destino es el país al que se haya mudado mi amiga. Hay tradiciones que vale la pena seguir.
Vamos a intentar imaginarnos una utopía en la que no existen colegas aprovechados que van a pensión completa a tu sofá. Existe un placer por ser buen anfitrión, a mi me nace de las entrañas, cuando busco un nuevo piso al que mudarme tiene que tener una buena habitación de invitados. Me encanta tener un mantel especial para los invitados, un juego de cama, unas zapatillas de sobra, tres pares de copas y un salón con suficiente espacio para pasar la noche en vela arreglando el mundo. Lo bonito de esto es que es bidireccional, he recibido más amor como invitada en casa de mis amigas del que he recibido por muchas parejas (qué satisfacción, sinceramente). Y este sentimiento no solo se traduce en el café que me hagan por la mañana o el pijama prestado, también en llevarme de la mano por la ciudad en la que viven. Es como viajar a un mismo destino por segunda vez, lo vives más que lo visitas, lo ves con otros ojos. A lo mejor es un defecto profesional, pero me encanta mirar a través de otros ojos, calzarme otras botas y recorrer el camino por el que otro iría. Yo no quiero tomarme un café de especialidad en el centro de Madrid, me apetece más madrugar con mi amiga y que me lleve al bar de su barrio en el que coge el café para llevar antes de ir a trabajar. Lo que quiero es conocer el bar en el que mi amiga vomitó una noche de la cogorza que llevaba, y quiero que me lo enseñe con ilusión porque ha estado meses hablándome por teléfono de él.
Evidentemente, para mi esta red es irrompible. Confieso que me lo he montado genial, me he rodeado de amigos con los que, aunque coincida una vez al año, el tiempo no ha pasado. Compartir es de guapos y mis amigos son guapísimos. Jamás cambiaría un free tour por mi amigo Randoll enseñándome Valencia entera en ocho horas. Un paseo por los barrios de Almu o Patricia es mejor que uno por El Retiro si sabes por donde ir. No fui al techno de Berlín, Celia me llevó a bailar reguetón. Cuando pensaba que no iba a encontrar naturaleza en Londres, Claudia me recordó que existía Kew Gardens.

No creo que la solución para vencer el fomo que me provocan las más de dos mil cuentas a las que sigo en Instagram sea tener a alguien en cada puerto. Sin embargo, abogo por moverme más lento, sorber a los pocos mis viajes, que me quede algo por ver y así tener una excusa para volver. En París me alojé con mi madre en Hôtel Trianon Rive Gauche y no me hartaré de recomendarlo, pero no creo que podáis recrear compartir con ella mi primera vez comiendo caracoles en Au Doux Raisin.